EL ARTIFICIO DE JUANELO
Disclaimer: El Ministerio del Tiempo no me pertenece y
hago esto sin ánimo de lucro.
¿Y
si en algún momento de la historia Juanelo Turriano hubiera sido un afamado
inventor, a la altura del mismísimo Leonardo Da Vinci? Obligados por las
circunstancias, Julia Lozano y Joaquín Argamasilla comprenden que a veces el
pasado debe cambiar para que todo siga igual.
Toledo,
23 de febrero de 1569.
La
primera vez que Julia vio el Artificio de
Juanelo tenía doce años. Fue durante una excursión escolar y a esas alturas
de su vida no sabría decir si dicho acontecimiento ocurrió en el pasado, el
presente o el futuro. Había viajado en el tiempo tantas veces que comprendía
que todo era una cuestión de perspectiva.
El
artefacto que la pequeña Julia contempló era distinto aquel. Con el paso de los
siglos se había visto sometido a numerosas mejoras y remodelaciones y en algún
momento había dejado de utilizarse, cuando la modernidad había traído consigo
sistemas de alcantarillado que Juanelo Turriano nunca alcanzó a imaginar. Aún
así seguía en pie, como la preciosa Catedral, como el imponente Alcázar
reconstruido una y otra vez, como las mezquitas, las sinagogas. Como Toledo
entero, mezcla de gloria y decadencia, de belleza sobria un poco desconchada en
algunas partes.
Durante
siglos, el Artificio de Juanelo fue
una de las obras cumbres de la ingeniería hidráulica europea. Fueron muchos los
que copiaron su estructura para abastecer de agua ciudades enteras, aunque sólo
en Toledo se logró semejante nivel de perfección. Julia se sintió maravillada
cuando lo vio por primera vez y todo el vello se le puso de punta cuando
contempló el momento de su inauguración.
Definitivamente
viajar en el tiempo era maravilloso. Tenía sus partes oscuras pero la luz de
instantes como aquel lo compensaba todo con creces. A su lado, Joaquín rechinó
los dientes y dio un paso atrás.
—Impresionante.
—Sí que
lo es.
Julia
miró de reojo a su compañero. Al principio no le había caído bien. De hecho, la
mayor parte del tiempo tenía ganas de darle una colleja pero habían aprendido a
tolerarse y, lo más importante, trabajaban bien juntos. Argamasilla tenía un
sexto sentido que ya quisieran muchos para sí mismos. En ocasiones se mostraba
indeciso y no era el hombre más valiente del tiempo y del espacio, pero era
bueno. Se compenetraban.
—Vámonos.
Todavía llego a ver la Champions.
Julia
puso los ojos en blanco. Los hombres y el fútbol. Daba igual de qué época
fueran, tarde o temprano terminaban enganchados al dichoso deporte. Argamasilla
era un apasionado aficionado del Real Madrid y, francamente, estaba harta de
escuchar las bondades del dichoso Cristiano Ronaldo. A veces se sentía tentada
a viajar al momento en que el niño Ronaldo cogió una pelota por primera vez
para quitarle las ganas de jugar al fútbol para siempre.
En
cualquier caso, Joaquín tenía razón. Podría haberse quedado embelesada un poco
más pero no estaban en Toledo para hacer turismo. Habían tenido que viajar
hasta ese instante del pasado para asegurarse de que el rey Felipe II usara el
agua que proporcionaba el invento para abastecer a toda la población y no solo
a su palacio, de forma que la ciudad sufragase el mantenimiento del mismo. No
había sido una misión particularmente difícil y se disponía a decir algo cuando
vio algo extraño.
Fue
apenas un segundo. Al otro lado del río, medio ocultos por unos matorrales,
creyó ver algo que no debería estar allí. Pensó que tal vez se tratase de una
de las máquinas de Turriano. El hombre era un genio pero a veces tenía ideas
tan extravagantes que asustaban un poco (como el dichoso Hombre de palo). Pero no. No podía serlo. Un parpadeo después ya no
había nada así que Julia supuso que la imaginación le había jugado una mala
pasada. O que el sol la había deslumbrado.
—¿Julia?
Argamasilla
se había inclinado hacia delante en busca de su mirada. Era un hombre alto y
los ropajes de aquella época no le sentaban demasiado bien. Julia se sentía
incómoda con las suyas porque le picaban por todo el cuerpo.
—Sí.
Volvamos.
Y dicho
eso, miró por última vez el Artificio de
Juanelo y se prometió un viajecito a Toledo ese fin de semana.
Madrid,
junio de 2001
Todo el
mundo sabía que a Ernesto le gustaba cumplir las normas. Lo consideraban
rígido, duro, insobornable. Y tal vez no estuvieran muy desencaminados porque
con el tiempo había aprendido a dejar las emociones a un lado. No ayudaban
cuando uno se veía obligado a hacer ciertas cosas o cuando no podía permitirse
hacer otras. A veces soñaba con viajar al momento en que su hijo era un niño
para impedir que se convirtiera en el monstruo que un día fue pero, ¿cómo
hacerlo? ¿Cómo cambiar la Historia de España hasta ese punto?
Aunque no
lo aparentara, dolía ser consciente de todo el dolor que Tomás había
ocasionado. Su hijo era una de los personajes históricos más afamados del país,
aunque por los motivos equivocados. Muchos decían de él que era un monstruo y
Ernesto no era tan necio como para negar la realidad. Claro que podía llegar a
comprender sus motivos, tan equivocados como nefastos. Era duro no poder
sentirse orgulloso de su hijo aunque aún tenía esperanzas.
A simple
vista, Javier no tenía demasiadas cosas en común con Tomás. Sí que existía un
claro parecido físico (los dos habían salido a su padre) pero hasta ahí. Tomás
había sido inquisidor general y Javier era youtuber.
A Ernesto solía escapársele una risa franca cuando pensaba en ello. ¿Qué
hubiera pensado Tomás al saber lo que hacía su hermano? Posiblemente lo hubiera
quemado en la hoguera. ¿Y si Javier supiera quién era realmente Torquemada?
Como decían los jóvenes, fliparía.
Ernesto
sabía que era imposible que sus hijos alguna vez llegaran a estar juntos en el
mismo lugar y al mismo tiempo. Sabía que no podía intervenir en el pasado de
Tomás y le dolía que Javier no lo quisiera en su futuro. Porque aún no le había
llamado, porque había sido totalmente sincero cuando dijo que no necesitaba un
padre.
Ernesto
aún no se había resignado. No había cometido la imprudencia de visitar a Javier
en más ocasiones pero nada le impedía ir a verlo. Por segunda o tercera vez en
su vida se estaba saltando las normas del Ministerio y de vez en cuando viajaba
al pasado para observar al niño que una vez fue Javier.
No hacía
falta que nadie le dijera que estaba haciendo una locura. Una locura que
prácticamente todos los funcionarios del Ministerio cometían de vez en cuando.
Ernesto sabía que aquello no era más que una forma de torturarse, contemplando
lo que pudo ser y nunca fue, pero de todas maneras disfrutaba de aquellos
momentos.
Javier
era un niño alegre, activo, listo… En su último día de clase corrió hacia su
madre agitando el brazo con alegría, mostrando sus calificaciones. Ernesto
supuso que había aprobado todas y no se fijó mucho en ella. Era algo para lo
que aún no estaba preparado. Los miró mientras se subían al coche y sólo
entonces cerró el periódico que le había servido de parapeto. Se quitó las
gafas de sol, consultó la hora y decidió regresar al futuro. Tenía trabajo
pendiente.
Ministerio
del Tiempo. Hoy.
A Joaquín
nunca le habían gustado las tareas domésticas. Le alegraba profundamente haber nacido
hombre para no tener que encargarse de ninguna de ellas, aunque en el presente
las cosas hubieran cambiado tanto. No era nada raro ver a los hombres
planchando la ropa o, ¿arrodillados en mitad de un pasillo para limpiar el
suelo?
—Coge una
fregona, hombre.
Julia le
miró de esa manera. Entornaba los
ojos, se le inflaba la nariz y rechinaba un poco los dientes. Ocurría cuando
decía algo que ella consideraba poco apropiado. Ahora era cuando le hacía algún
reproche aunque el caballero del suelo habló antes.
—¿Una
qué?
—Una
fregona —El tipo no parecía estar enterándose de nada—. Ya sabes, con su palito
y su mocho y…
Julia le
dio una palmada en el pecho.
—Deja que
lo haga como quiera. Vamos.
Joaquín
se encogió de hombros. Alguien le había dicho una vez que él era el líder de su
patrulla aunque lo dudaba mucho. Julia era demasiado mandona y decidida como
para que uno se atreviera a darle órdenes.
Miró su
reloj. Faltaba una hora para que empezara el partido. Era tiempo de sobra
siempre y cuando a Julia no le diera por entretenerse mientras informaban a
Salvador Martí. Apretó un poco el paso para llegar cuando antes al despacho y
allí estaba Angustias, sentada detrás de su ordenador y con el ceño fruncido.
—¿Malas
noticias?
Julia le
hablaba a ella con una simpatía inaudita. Angustias suspiró y le dio la vuelta
al monitor.
—Los
Reyes, que se separan.
Joaquín
dio un paso atrás y buscó la mirada de Julia, quien giró la cabeza en su
dirección.
—¿Cómo
que los Reyes? —Dijo él. Que no es que estuviera muy puesto en temas de
cotilleos pero a ese tipo lo conocía—. Si es Luis Alfonso de Borbón.
Angustias
le miró como si fuera tonto. Estaba un poco harto de tanto menosprecio.
—Pues
claro. Ni siquiera después del matrimonio ha sentado cabeza ese golfo. Mejor
nos hubiera ido con Felipe.
Angustias
les hizo un gesto para que entraran al despacho. Joaquín no sabía si le estaban
gastando una broma o si el viaje a través de las puertas le había tocado algo
en la cabeza pero estaba claro que allí pasaban cosas. Cosas malas. A juzgar
por su cara de preocupación, Julia pensaba lo mismo.
Las
alarmas terminaron de saltar cuando vieron a Salvador sin barba y con el pelo
teñido de negro intenso.
Los
modernos lo llamaban guilty pleasure pero
Ernesto prefería decir que su gusto por el Chupa Chups era un pequeño capricho
inconfesable. Todos los días aprovechaba la hora del almuerzo para escaparse a
la tienda de chuches de la esquina y comprarse un par de esos deliciosos
dulces. Esa mañana no fue la excepción y se plantó frente al mostrador que
atendía una señora mayor bastante entrada en carnes. Pidió su antojo y recibió
a cambio una mirada de extrañeza absoluta.
—¿Un qué?
—Un Chupa
Chups, señora. Está justo…
No
terminó de frase. ¿Cómo era posible que no estuvieran donde siempre? No tenía
muy claro si la señora de la tienda se llamaba María o Marisa pero sí sabía que
era una mujer muy ordenada. Todos los productos de su tienda estaban donde
debían estar y, ¿ahora le venían con esas?
Ernesto
frunció el ceño y supo de inmediato que algo estaba ocurriendo. Llevaba mucho
tiempo trabajando en el Ministerio como para no ser consciente de aquellos
pequeños cambios que pasaban inadvertidos para la mayoría de la gente. Claro
que la desaparición del Chupa Chups no era un cambio menor. Era una tragedia.
Y cabía
la posibilidad de que estuviera exagerando solo un poco.
Decidido
a averiguar qué había ocurrido en esa ocasión, regresó al trabajo lo más rápido
que pudo. Todo parecía en calma en el Ministerio y tan sólo algunos de los
funcionarios que habían estado de misión esa mañana parecían tan extrañados
como él. Ernesto quería hablar con Salvador o con Irene pero fue otra persona
la que se interpuso en su camino.
Julia
Lozano, aún ataviada con los ropajes de su última misión, parecía seriamente
consternada.
—Ernesto,
está ocurriendo algo muy grave —Antes de que él pudiera decir nada, hizo un
gesto a su compañero Argamasilla para que se acercara—. Hemos vuelto de una
misión y hemos notado una serie de cambios.
—Felipe
VI no es el rey —Dijo Argamasilla—. Parece ser que la fregona nunca se inventó.
—Ni el
Chupa Chups —Murmuró Ernesto.
—Somos
muy pocos los que nos hemos dado cuenta de esta situación —Julia siguió
hablando.
—El señor
Martí se ha teñido el pelo de negro —Argamasilla la interrumpió, consiguiendo
llamar la atención de Ernesto—. Y no tiene barba. Está rarísimo.
—¿En
serio?
Ernesto
enseguida fue consciente de lo inapropiado de su pregunta. Agitó la cabeza y
decidió tomar las riendas de la situación. Era su deber.
—Localizad a todos los agentes que sean conscientes de la situación actual. Alguien ha
cambiado la Historia y debemos averiguar quién ha sido y cuándo lo ha hecho
para poder remediarlo. A trabajar.
Era bueno
que la gente le hiciera caso sin rechistar. Julia y Argamasilla asintieron y se
alejaron a buen paso mientras Ernesto pensaba en su siguiente paso. Quizá
conviniera revisar las cámaras de seguridad para averiguar si el posible
sabotaje venía de fuera.
Mil y una
maldiciones pasaron por su mente cuando descubrió lo que había ocurrido. Por
fortuna, esos malditos bastardos no eran tan listos como se creían y habían
cometido un error de principiante al no tener en cuenta que las cámaras podían
grabar todas y cada una de sus acciones.
Ernesto
apretaba fuertemente los dientes cuando abandonó la sala de vigilancia y se
encaminó hacia el despacho de Salvador. Ellos tampoco eran perfectos. Tenía un
fallo gordísimo de seguridad. Esa mañana, poco después de las ocho, tres
individuos se habían colado en el edificio por una de las puertas para acceder
al sistema de ventilación y liberar un gas que, según parecía, había hecho que
la mayor parte de los funcionarios perdiera la memoria. Y no se habían
conformado con ese sabotaje, sino que se habían adentrado por otras puertas e indudablemente
provocaron aquellos pequeños cambios que venían notando durante las últimas
horas.
Ernesto
sabía cómo proceder. Reuniría a aquellos agentes que estaban de misión en el
momento del sabotaje e impedirían que los malnacidos de Darrow destruyeran la Historia. También tendría que ocuparse de vigilar el sistema de ventilación y
debían aumentar la seguridad. A lo mejor había llegado el momento de organizar
guardias intensivas en los pasillos del Ministerio, aunque esa decisión tendría
que consultarla con Salvador e Irene.
Tenía
mucho trabajo por delante y muy poco tiempo que perder.
La puerta
27 llevaba a Toledo, al 20 de febrero de 1569. Julia lo sabía bien porque días
atrás la había atravesado para salvar el Artificio
de Juanelo. En esos momentos, otros compañeros cruzaban la puerta para
llevar a cabo una nueva misión: detener a los agentes de Darrow y salvar el
Ministerio.
Julia
hubiera querido ir para asegurarse de que nadie echaba a perder su trabajo pero
no fue posible. Existía el riesgo de encontrarse consigo misma en el pasado, lo
que sin duda hubiera acarreado muchísimos problemas. O eso decía Ernesto porque
ella no sabía si aquello era posible.
Joaquín
no opuso mucha resistencia. Parecía aterrarle la idea de ver a su yo del pasado
y afirmaba una y otra vez que no quería volverse loco. A Julia tampoco le
apasionaba la idea pero su última misión fue una de las más importantes de su
carrera como funcionaria del Ministerio y no quería vivir en un mundo en el que
no pudiera admirar la belleza de aquella obra de la ingeniería civil.
—Deberíamos
volver a casa —La voz de su compañero la sacó de sus cavilaciones—. Ernesto ha
dicho que por el momento no nos necesitan y tenemos que descansar. Si la misión
sale mal, la cosa podría ponerse fea.
Tenía
razón. Habían pasado fuera tres días, durmiendo en camas que no tenían nada de
cómodas y comiendo sólo regular. De hecho, lo más normal para Julia era sufrir
indigestiones durante las misiones, quizá porque tenía el estómago delicado o
tal vez porque los alimentos no eran saludables. Daba igual. La cuestión era
que en esa ocasión no tenía nauseas y sí algo de sueño.
—¿Qué
crees que pasará?
Joaquín
sonrió y se puso una mano en la sien.
—Soy el
hombre con rayos X en los ojos, ¿te acuerdas? No sé adivinar el futuro.
La hizo
reír. A lo mejor no era el hombre más valiente del mundo, a lo mejor era un
poco torpe e incluso insufrible en ciertos momentos pero sabía cómo hacer que
se sintiera mejor. Julia agitó la cabeza y le dio una palmada en la mano.
—Si no
detenemos a Darrow, si se las apañan para seguir utilizando nuestras puertas,
¿qué cosas de la Historia podrían cambiar?
Joaquín
no respondió. Observó fijamente la pared que tenían en frente y se encogió de
hombros.
—Pase lo
que pase, lo resolveremos mejor si nos pilla descansados. Venga, Julia.
Vámonos.
Toledo,
un fin de semana del presente.
—¿Escaleras
mecánicas o escaleras de verdad?
Julia
miró a David. Llevaban saliendo cuatro meses y era un gran tipo. Se conocieron
en el parque, cuando Julia se agachó para acariciar las orejas de Siete, su perro labrador. Siete se había quedado en Madrid, en la
casa que David tenía en la periferia, y ellos habían viajado hasta Toledo.
Recorrieron
a pie la distancia que separaba la estación de tren del Puente de San Martín y
Julia apenas se sintió melancólica hasta que no se detuvieron justo en el
centro para sacarse una fotografía. Fue entonces cuando miró hacia la derecha y
no vio el Artificio de Juanelo.
Los
compañeros habían conseguido detener a Darrow justo antes de que llevaran a
cabo el sabotaje que casi cambia la Historia de España para siempre. Julia, que
había recordado aquel detalle extraño que en su momento le llamó la atención,
proporcionó las pistas suficientes para que los compañeros supieran por dónde
se movían aquellos cabrones y les interceptaron justo antes de que entraran por
la puerta del Ministerio. Su misión no había sido un éxito completo porque
había tenido consecuencias. Menores, según Salvador. Muy lamentables, en
opinión de Julia.
Los
compañeros habían provocado que Felipe II se negara a abastecer de agua a la
población civil de Toledo. A corto plazo no había tenido consecuencias pero
cuando el Artificio de Juanelo se
averió por primera vez, las autoridades de la ciudad se negaron a pagar su
reparación y ya no había nada. Absolutamente nada.
—Julia,
¿me escuchas?
David la
miraba con preocupación. Se había quedado absorta en sus recuerdos, unos que
por fortuna conservaba. No volvería a ver el artificio pero al menos lo tendría
siempre presente en su memoria. Eso sí, le fastidiaba no poder compartir su
tristeza con David. Quizá algún día podría hablarle del Ministerio e incluso
mostrarle algún momento del pasado.
—Escaleras
mecánicas, por favor —Julia respondió la pregunta que quedó en el aire.
David
sonrió, la agarró por la cintura y se mostró entusiasmado por lo que, en su
opinión, era lo mejor que le había pasado a Toledo en mucho tiempo. Unas
escaleras mecánicas. Menos mal que no sabía todo lo que había perdido.
#TiempoDeRelatos
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