miércoles, 29 de agosto de 2018

21- NUEVOS MUNDOS, VIEJOS AMIGOS

Carta redactada por Luis de Torres, interprete y explorador español, a dictado de Juan Rodríguez Bermejo, dirigida a la familia de éste último y aparecida en los archivos clasificados del Ministerio del Tiempo


“En el nombre de Dios Misericordioso, yo, Juan Rodríguez Bermejo, escribo esta carta el día catorce de octubre del año de nuestro señor de mil y cuatrocientos y noventa y dos, festividad que es de San Calixto, mártir. Deposito ante los ojos de Dios y los de la Virgen María, que lo que en ella me dispongo a referir es cierto, y, si omitiera algo, más sería por el cansancio de los hechos vividos en los últimos meses -que veces hay que le nublan a uno el entendimiento y la memoria-, que por mala fe de parte mía.  
Sucedió que, el último día del mes de julio del año en el que nos encontramos, en volviendo yo de faenar por el río que llaman del Guadalquivir,  fui asaltado por dos hombres a la altura del castillo de San Jorge, sede de la Santa Inquisición. 
Hubiéralos tomado yo por dos simples bandidos, -que en Sevilla hay en mas número que en el resto de ciudades de la cristiandad-, de no haber sido porque tras grande forcejeo y no poca resistencia por parte mía, -que aunque de baja estatura y menguadas carnes,  más de uno y de dos marineros han acabado en tierra tras enfrentárseme-, me obligaron a entrar con ellos por un pórtico trasero de las murallas del castillo, que si no fuera porque lo vi abrirse, hubiese jurado que había aparecido allí como por brujería, de tan desapercibido que había sido para mí hasta aquel momento. Entrados allí, y tras atravesar a tientas un corto pasillo, tuvieron a bien conducirme por una suerte de escalera redonda y amplia hasta un salón superior y, en cruzando otro pasillo más luminoso, fuimos llegados a otra salita, mas angosta que áquel del que veníamos, mas igual de oscura. A fe mía que en aquel sitio vieron estos mis ojos cosas extraordinarias: las paredes estaban ricamente decoradas, con lienzos tan perfectos que más parecieran una ventana a la cual se asomaban aquellos que estaban allí representados; colgaba de uno de aquellos muros un círculo de cristal con dos varillas que giraban alrededor de un eje, a distinta velocidad, sin nada que las impulsara, cosa que me pareció demoníaca; en el techo pendía una especie de lámpara, más tan ridícula, que no había en ella nada que pudiera arder; en medio de aquel lugar, dos sillas de un material que no hube visto antes, y una mesa de una madera tan bien labrada que diríase que hubiera sido hecha por un gran maestro. Tras ella nos aguardaba un hombre de avanzada edad, que, por su elegante forma de vestir, tuve por cierto que se trataba de alguien cercano al Inquisidor General. Con un ligero movimiento de mano dio instrucciones a mis captores para que abandonaran la sala, quedando los dos solos y en tan grande silencio como pueda usted imaginar. Habiéndose levantado, se presentó ante mí con gran educación, a lo que respondí como nos es mandado por Dios, y más ante una persona de tan cristiano nombre, y me llevó a un extremo de la habitación desde donde, a través de un ventanal, se veía un patio, sólo provisto de un adusto pozo en el centro. 

Como si de alguien conocido por mi se tratara, durante largo rato me habló, animándome a llevar a cabo una empresa que yo había rechazado en la víspera,  que no era otra que la de acompañar al almirante Cristóbal Colón a encontrar una ruta alternativa a las Indias, que yo pensaba que era cosa peligrosa y por demás imposible de llevar a cabo. Muchas veces he discurrido, a lo largo de estos últimos meses, y aún ahora mientras escribo estas líneas, el motivo por el que aquel hombre insistió tanto en mi participación en aqueste viaje, siendo yo marinero joven y de poca experiencia. Tanto y tan largamente insistió, y tantos buenos augurios me dio,  que finalmente acepté, y, al alba del tres de agosto abandonamos el puerto que llaman el de Palos, embarcados en tres majestuosas carabelas, las más grandes naos que yo jamás hube visto, que llamaban la Pinta, la Niña y la Santa María, yendo yo en la primera, por demás la más velera de todas.

Fue, tras muchas jornadas de penosa navegación, cuando ya la carne olía a podrido y el vino comenzaba a agriarse en las bodegas, -motivos por los cuales la tripulación empezaba a pensar en amotinarse (tan grande es el efecto que la escasez de vino produce en los marineros)-, que en la mañana del doce de octubre, avisté tierra firme desde mi puesto de vigía en la Pinta, capitaneada que era por Martín Alonso Pinzón. Mas, tan inescrutables son los designios de Dios Nuestro Señor, que aquella tierra que pisaríamos no habían de ser las Indias, sino lo que nuestro almirante tuvo a bien llamar, el Nuevo Mundo. 
De todos era sabido que áquel que fuera el primero en ver tierra firme sería digno de muchas mercedes. Mas, en conversación mantenida con Maese Colón, propúsele un trueque por el único privilegio que deseaba, que no era otro que, esa isla que ahora pisábamos llevara el nombre de aquel hombre, de blancos cabellos y tiernos modales, que insistió en que yo me embarcara en tan importante travesía. 
En viendo el almirante que mi petición era sincera, y que otra cosa no aceptaría que no fuera aquello, con gran alegría accedió, mas quedando este trato entre nosotros, y sin que nadie más debiera conocerlo.
Y así quedó, escrito en su diario, que esta isla habría de ser llamada en adelante Isla de San Salvador. 



Juan Rodríguez Bermejo, "Rodrigo de Triana"


Isla de San Salvador 
Catorce de octubre de mil y cuatrocientos y noventa y dos."